Espérame (29 pastillas y una promesa)

Hay días en los que aún puedo escuchar el ruido seco de la maleta rodando sobre las baldosas del aeropuerto. Todo fue con prisa: en hora y media despegaba el avión. Íbamos atrasados. Hubo una última pelea, pequeña pero punzante, en el taxi. No podíamos llegar más tarde de lo que ya era. Y aún puedo verlo, alejándose entre la multitud. Esa tarde el aeropuerto reventaba de gente despidiéndose, haciéndose promesas para el reencuentro. A pesar de la premura, lo recuerdo con el cabello bien peinado y ese andar tranquilo que usaba como disfraz cuando estaba nervioso. Me dijo “espérame” al oído, como quien deja las llaves de casa sobre la mesa, con la certeza de volver.

Desde entonces aprendí a contar los días no en números, sino en ausencias: el primer día sin su risa, el tercero sin el olor de su shampoo en las toallas, el onceavo sin sus pies fríos buscando los míos en la cama. El calendario se volvió un inventario de vacíos, pero también de pequeños actos de fe: no enviar mensajes a deshoras, no pedir la pizza por delivery que tanto nos gustaba, no dejar que el silencio me quebrara.

Él se fue a buscarse a sí mismo en Santiago, y yo me quedé intentando no perderme en Quito. Él hablaba de dependencia, de libertad creativa, de que necesitaba silencio para modelar barro y emociones. Yo hablaba de amor. De un amor que cuida, que acompaña, que no mide distancias. Tal vez ese fue mi error, pero también mi única certeza. No sabía amar sin geografía.

Serían tres meses. Tres meses de distancia que me prometí resistir, aunque las noches se alargaran y la almohada se sintiera demasiado grande para mí solo. Pero justo cuatro días antes de cumplirse el primer mes, llegó su mensaje. No sé si era un adiós, una pausa o ese tipo de frases ambiguas que uno interpreta como puede para no romperse por completo. Esa noche pensé en medicarme, evitar a toda costa el proceso doloroso de aprender a estar sin él. Compré la caja de escitalopram y la dejé sobre la mesa, como quien deja un arma descargada cerca de la cama. La tercera noche me tomé el primer comprimido. No sentí nada: ni alivio ni desespero. Y entonces entendí que esa no era la vía. No quería someter mis recuerdos a un efecto químico ni borrar el dolor con la anestesia de las pastillas. Necesitaba transitarlo. Aunque doliera. Aunque me partiera en dos. Aunque soñara con él en blanco y negro.

Quedaban dos meses más. Sesenta y un días que podían ser un infierno o la posibilidad de reconstruirme. Me pregunté, muchas veces, qué haría con ellos. Si lo esperaba, como fue la promesa susurrada en el aeropuerto, sosteniendo la fe como quien sostiene una taza caliente en medio del frío. O si soltaba, si me soltaba, y empezaba a armarme como un rompecabezas de miles de piezas esparcidas en el piso, sin la foto guía, sin saber siquiera por dónde empezar. Esa era la duda que me carcomía al despertar y al cerrar los ojos: ¿qué hacer? ¿Aferrarme a la esperanza o darme el permiso de pensar en mí, aunque doliera? Había días en que la respuesta parecía evidente, y otros en que la incertidumbre era un huésped impertinente que se sentaba en la orilla de mi cama a ver cómo me deshacía en silencio.

Decidí adoptar una postura casi quirúrgica con respecto a él. Evité pensarlo como un ser tangible, con piernas que caminan, manos que tocan, boca que nombra. No quería idealizarlo ni volverlo un mito que me condenara a la nostalgia perpetua. Preferí verlo como un ente que estuvo y no sé si estará. Un fantasma que en ocasiones aparece en mis sueños, pero al que me niego —como buen evitativo— a imaginar haciendo cosas que humanamente hacemos: desayunando, riendo con alguien más, modelando barro en aquel taller de cerámica en Chile. Ese fue mi refugio para no desangrarme del todo, para sentirme menos herido, menos abierto. Porque en el fondo sabía que imaginarlo viviendo su vida lejos de la mía era tocar un borde que aún no estoy listo para recorrer.

Tuve que inventarme un artilugio para engañar al tiempo. Hice listas de pendientes absurdos: limpiar el clóset, clasificar mis playlists de Spotify por estados de ánimo, aprender recetas que nunca cocinaría. Me propuse rutinas casi militares, como si al ordenar el mundo exterior pudiera domesticar el caos interno. Había días en que funcionaba, y el reloj parecía compasivo, volando entre una cosa y otra. Pero otras veces el tiempo era un verdugo cruel que se arrastraba como un insecto moribundo, y cada minuto era un vía crucis doloroso, una cuenta regresiva que no sabía si debía esperar con esperanza o con miedo. Así sobrevivía: en la trampa de ocupar las manos para que la cabeza no se volviera un campo minado de recuerdos.

Una semana antes de su viaje, me regaló un portarretratos. Dentro puso tres fotos nuestras, una detrás de otra, como si supiera que iba a necesitar alternarlas para no acostumbrarme del todo a una sola imagen. Me hizo prometer que no lo movería de la mesa de noche, esa misma que trajo desde su antigua casa, diciendo que debía acompañarme en las madrugadas, incluso cuando él ya no estuviera. Pero después de aquel sábado 12 de julio, tuve que engavetarlo. No fue decisión, fue instinto. Se me hacía insoportablemente desgarrador vernos allí: felices, riéndonos como si no existiera nada más en el universo, como si el amor fuera suficiente. Tenía miedo de convertirme en uno de esos personajes que acarician fotografías buscando calor. Preferí esconderlo, como se esconde una herida que todavía sangra y no soporta la luz.

Si la tregua se trata de no escribirle, de mantenerme al margen de todo para respetar su proceso, lo haré. Lo haré con una valentía que no reconozco en mí, con una fuerza que ni siquiera sé si me pertenece. Porque en medio del silencio que me impuse, hay una idea que ronda como un zumbido constante: tal vez él y yo nunca estemos destinados a un futuro juntos. Tal vez esta historia, que empecé a escribir en presente perfecto, solo exista en pasado imperfecto. Me duele pensarlo, porque había empezado a imaginarlo todo: la vida compartida, los muebles nuevos, la posibilidad de casarnos cuando regresara, como si al volver todo pudiera ser más nítido, más nuestro. Pero ahora ese plan se diluye como un granito de azúcar —el más dulce— cayendo en un torrencial río que desemboca en lo nunca pensado, en lo que no imaginamos ni queríamos imaginar. Y aun así, aquí estoy, tratando de sostenerme sin buscarle nombre a lo que queda.

No sé en qué terminará todo esto. A veces quiero escribir un punto final, dejar el portarretratos afuera y no esconderlo más, permitirle quedarse allí como quien deja la puerta entreabierta por si acaso. Pero otras veces me convenzo de que hay amores que se viven a media luz, entre paréntesis, con la angustia de no saber si lo que fue volverá a ser.

Por ahora, solo sé que estoy aquí. Que sobrevivo al segundo mes como se sobrevive a una tormenta que no da tregua. Que no he borrado su contacto. Que no he comprado más escitalopram —suficientes son las 29 pastillas que siguen ahí, en ese blíster huérfano sobre la mesa—. Que sigo sin pedir más pizza. Que los días vienen y van con ritmos inexplicables, y que, a pesar de todo, me permito escribir esto como quien deja constancia de un amor que aún no ha encontrado la forma de irse.

La historia sigue en curso. Palpita. Y yo, lo único que puedo hacer, es seguir respirando dentro de ella.

 

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