La noche de las dos lunas
El día que él decidió escogerse a sí mismo, antes que luchar por lo nuestro, hice la ceremonia de San Pedro.
La invitación había llegado
semanas antes. Fue un compañero de trabajo quien me la hizo, alguien a quien,
con confianza mal medida, le conté que con él habíamos probado Golden Teachers
sin resultado, como un ritual de despedida dos semanas antes de su vuelo, como
si al menos el cuerpo supiera que era el último intento de estar juntos desde
otro lugar.
Me habló del cactus, de la
medicina ancestral, de la mescalina como una llave para entrar al fondo de uno
mismo, y aunque ya había sido advertido por mi cuerpo, por los drenajes, por la
herida aún abierta en el abdomen, dije que sí.
Yo no sabía que esa noche me
enfrentaría a la pérdida. O tal vez sí.
La mañana de ese sábado, con
apenas dos horas de sueño encima, le escribí. Le pregunté si seguíamos
luchando, si aún existía el nosotros. Si era posible insistir, aun en la
distancia. O si, en cambio, prefería continuar por su lado, aunque yo —todavía—
no supiera nombrarlo como ruptura. La respuesta, aunque llegó después del
mediodía, ya había estado escrita antes. Porque su silencio no era espera, era
renuncia. Y yo, para entonces, ya había decidido también que tomaría San Pedro.
Sabía que era una imprudencia, no
solo emocional sino física. Me habían drenado dos veces el seroma del abdomen
esa misma semana. Llevaba la venda compresiva desde el miércoles, apretando la
piel para evitar que el líquido se multiplicara. Conteniendo, también, lo que
quedaba de ese amor que se iba deshaciendo en un par de mensajes de texto.
La dieta previa ya estaba hecha
sin proponérmelo: días sin comer, semanas sin sexo. Lo único que me pedían era
llevar una intención. La mía era simple y enorme a la vez: sanar.
Sanarme.
Soltarlo.
O al menos no morirme en su
ausencia.
La ceremonia comenzaría a las
nueve de la noche. Un amigo, también médico, me advirtió que probablemente
vomitaría. Que las arcadas podrían reabrir la herida. Que el líquido volvería a
llenarme por dentro. No me importó.
Ya no buscaba protegerme, sino
entender por qué duele tanto cuando alguien se va sin matarte, pero igual te
deja medio muerto.
Éramos cinco alrededor del velón
negro que representaba al cactus. Tres éramos nuevos en el ritual. El aire olía
a velas, a tambores pregrabados desde YouTube, a promesa incierta.
Antes del primer trago tomamos
kéfir, para preparar el estómago.
Luego, la limpieza con velas.
Después, decir en voz alta lo que pedíamos. Cuando me tocó, no dije todo lo que
sentía, pero sí lo esencial: quiero volver a mí.
A las once tomamos la primera
dosis. Yo bebí como quien quiere acelerar el olvido. Dos vasos grandes. Tal vez
un cuarto de litro. Una hora después, nada. Segunda ronda. No recuerdo cuántas
más vinieron.
Sí recuerdo que, en algún
momento, me recosté en posición fetal. Y ahí empezó todo. Con los ojos
cerrados, sentía la música volverse color. El sonido tenía textura, forma,
movimiento. Las emociones tenían cuerpo y se desplazaban por dentro. Era
sinestesia. O quizás locura mansa.
Pasé unas dos horas así,
interrumpidas por más tomas. Creo que me excedí. En algún punto del viaje,
apareció él. Vinieron de golpe los recuerdos: la playa, la ruta en metro hasta
la casa de madera, el llanto contenido en la llamada del robo del celular, las
compras pequeñas en el súper que eran un mundo.
En una visión, lo senté frente a
mí. Le dije: Estamos bien. No debes estar aquí. Y se fue. Y yo seguí.
Hasta que volvió el cuerpo. Y con
el cuerpo, la tragedia.
Sentí que me inflaba. Que el
líquido regresaba. Desamarré la venda mal puesta de mi cintura y, en mi mente,
el seroma tomó vida. Se expandía, crecía, amenazaba. Lo odié.
La cabeza me latía con violencia.
Pensé: aquí muero. Un infarto. Un ECV. Algo de lo que no volvería.
Fui al baño a mirarme al espejo.
Varias veces. No me calmaba. Lo que veía me desfiguraba más. Uno de los
convocados notó mi desesperación. Me sacó a la calle. Estábamos en un primer
piso. Bajamos las escaleras sin saber si los escalones existían o si nosotros
los estábamos construyendo en la imaginación. Salimos descalzos.
La noche no era del todo oscura.
Tenía ese tono lechoso y húmedo de las madrugadas que no terminan de cerrarse.
Hacía frío. Un frío indolente, casi indiferente, que me atravesaba los pies
pero no me tocaba el centro.
Mi cuerpo tiritaba, pero era mi
cabeza la que ardía. Sentía que estaba a cuarenta grados. Hirviendo por dentro,
como si el alma se estuviera cociendo a fuego lento.
El chico me abrazó, sin éxito. Yo
estaba lejos, atrapado en un calor que no admitía consuelo. Me pidió que mirara
la luna.
La vi. Y eran dos. Una luna
partida, duplicada. Una distorsión dulce y trágica.
La noche de las dos lunas.
Volví adentro. Me recosté en el suelo. Me arrastré hasta la pared y apoyé la cara en el concreto frío. Quería aterrizar. Pero todo volvía a él.
Solo con él me sentía seguro en
este tipo de viajes. Pero no estaba. Y lo supe con más intensidad que nunca.
Porque ni el abrazo, ni el cactus, ni el cielo, me devolvían la paz que antes
encontraba en su respiración dormida.
Fueron no menos de cien veces que
entré y salí de esa casa. Del baño al suelo, del suelo a la pared. Buscando el
frío como quien busca una madre. El amanecer no sirvió de consuelo. El sueño no
llegó. Llevaba más de veinticuatro horas despierto, o medio despierto.
A las cinco y media, la luz se
filtró por la ventana. Pensé que el día me rescataría, pero no fue así. Cerraba
los ojos y la música seguía ahí.
Desarchivé el chat. Él había
cambiado su foto de perfil. Nuevo país. Nueva vida. Nuevo él.
Pensé en escribirle. Decirle que
quizás moriría ese mismo domingo. Que tal vez ya estaba muerto. Que su abrazo
habría cambiado todo.
Pero no lo hice. Era yo contra
mí. Contra mi cuerpo. Contra lo que se había ido. Contra el líquido que seguía
fluyendo.
Al mediodía seguía en la misma
coreografía absurda: baño, sala, pared. Sopa caliente. Coca Cola. Nada me
aterrizaba.
Volví a casa en Uber. Era la una
y media de la tarde. El chofer me vio raro, pero no preguntó. No debía.
Me tomé tres cervezas.
A las cuatro de la tarde, me
desplomé. Dormí doce horas.
Y cuando desperté, supe que
seguía vivo. Fui al baño. Me miré en el espejo.
Sí, había líquido. No tanto como
temí. Me vendé de nuevo.
Salí a la sala. Abrí la ventana y
esperé a que el frío me abofeteara.
Y cuando los primeros rayos del
sol aparecieron detrás del Rucu Pichincha, lloré.
Lloré como se llora el fin del
mundo.
O lo que queda después.
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