El escritorio

No es mío el escritorio donde escribo. Ni siquiera fue de él. Hay objetos que uno hereda sin querer, como si la vida los dejara caer en ciertos espacios a propósito, para sostener el peso de lo que vendrá después.

Este escritorio pertenecía, en algún momento, a uno de sus amigos. Uno de esos que desde el principio me miraron con recelo, lanzando dardos envenenados disfrazados de bromas. Sufría de edaísmo —aunque nunca lo admitiría— y desde que supo nuestra diferencia de edad, comenzó a dejar caer juicios sutiles, como quien cree que lo que no entiende debe corregirse.

Por unos cinco o seis meses, vivieron juntos. Roomies en una casa antigua de madera, con escaleras que crujían más fuerte de madrugada. Luego, ese chico se fue. Y el escritorio quedó. Abandonado en la esquina de una sala sin adornos, esperando sin saber que un día terminaría en la sala de alguien como yo.

Dos semanas antes de su viaje a Santiago, él comenzó a traer algunas cosas al apartamento. Ya lo habíamos conversado.

Ese lunes yo trabajaba todo el día. Cuando llegué por la tarde, sus cosas ya estaban ahí: dos veladoras para el cuarto, su televisor, y el escritorio acomodado cerca del ventanal.

Me sorprendió la rapidez con la que se instaló, pero no me incomodó. Me gustaba cómo se abría paso entre mis cosas con la naturalidad de quien ya habitaba, no solo el espacio, sino también mi rutina. Tenía una habilidad asombrosa para el orden. De enero para acá, fue transformando la suite a su antojo. Cambió la sal de lugar, reorganizó los tuppers, sacó cosas que ni sabía que tenía. Yo no decía nada. Me gustaba. Era su manera de ocupar un lugar, de sentir que ya no vivía solo. Que no vivíamos solos.

Para los primeros días de junio, el apartamento ya no se parecía en nada al que había habitado por años. Yo me empeñaba en el minimalismo: mientras menos tenga, mejor. Pero con él, todo se volvió absurdamente bonito. De pronto, en un espacio ridículamente pequeño, teníamos una mini oficina. Una isla de madera junto a la ventana. Desde donde escribo esto ahora.

Mi mamá llegó un mes después de su partida. Miró el escritorio y comentó, casi sin pensarlo, que estaba hecho de una madera muy delgada, que no soportaría mucho peso. Sonreí. Porque lo está haciendo. Está sosteniéndome a mí. Y eso no es poco. Mi ánimo y esta pesadumbre sin nombre encuentran un sitio aquí, en esta superficie inestable que, aun así, se mantiene en pie.

No está del todo bien, claro. Uno de sus extremos está abierto, como una herida mal cerrada. Lo coloqué entre el sofá cama y la pared que da a la ventana, para que no se abra del todo y colapse. Así se sostiene. Como yo.

Sobre él, además de la laptop, hay una botella de vidrio que ahora funge de florero. Otra reliquia traída por él desde la casa de madera. Dentro hay flores secas, moradas, algunas con tonos rosados. El morado es su color favorito. Aunque siempre pensé que en realidad era el lila.

Lila como el abrigo de peluche que llevaba el día que lo conocí, en esa noche en la que todo lo que parecía quieto, empezó a moverse por dentro. Ese abrigo está ahora en mi clóset. Ayer, al buscar una chaqueta, lo vi. Me llamó. Como si supiera que lo necesitaba. Me acerqué y, sin saber bien por qué, lo acerqué al rostro. Aún guardaba su olor. O eso quise creer. Me calmó, sí. Pero también me partió en dos.

Volví a cerrar la puerta del clóset. No quiero volver a ese espacio. Al menos no por ahora.

Estoy aprendiendo que no todos los derrumbes hacen ruido. Algunos se deslizan suaves, como flores que se secan sin que nadie lo note.

Este escritorio, con su herida abierta, me recuerda que lo frágil también sostiene.

Que no todo lo que tiembla se rompe.

Que quizás yo tampoco.

Comentarios

Entradas populares