Esto que no cicatriza

El abdomen late, no como el corazón, sino como un animal quieto que no encuentra cómo acomodarse dentro de mí. Ya no hay calor, ya no hay fiebre, pero la zona pulsa. Es un aviso sordo. Una memoria. La piel no olvida lo que uno quiso ocultar.

Lo llaman seroma, y aunque suene casi simpático -como un nombre de animal pequeño y dócil-, no lo es. Es una acumulación de líquido que no debió estar ahí. Una secreción rebelde. Una manifestación del cuerpo que se niega a cerrar una herida, como si aún quisiera gritar. Y yo también quise gritar, pero no lo hice. Me limité a observar cómo ese líquido volvía, día tras día, como un fantasma viscoso. Me abrí. Literal y emocionalmente. Y en ambos casos me arrepentí.

Fue un procedimiento estético. Una de esas decisiones disfrazadas de autocuidado pero marcadas por la vergüenza. Hoy me cuesta admitir que no lo hice por salud, ni siquiera por vanidad, sino por castigo. Me sobran razones para pensar que busqué esa intervención como quien busca un látigo que venga de afuera. Tal vez así dolía menos. Tal vez así podía justificar el rechazo que muchas veces me tuve, o que él me tuvo, cuando ya no quiso saber más de mí.

El día que me hicieron el primer drenaje, fue también el día en que la relación con él comenzó a desmoronarse. Le reclamé su ausencia. Le exigí lo que quizás nunca estuvo dispuesto a dar. No porque no me quisiera, sino porque ya se estaba yendo. A veces las personas se alejan despacio, como el agua que se escurre sin hacer ruido. Él se iba, y yo supuraba.

Desde entonces, cada vez que sentía el pinchazo de la aguja vaciándome, pensaba en todas las veces que me había vaciado por amor. Pensaba en cuánta de mi identidad había depositado en su risa, en sus silencios, en las respuestas a medias que aún hoy repito mentalmente como si fueran acertijos por descifrar.

La herida me obliga a estar quieto. A no moverme. Me retiene en casa, frente al computador, hilando palabras como quien cose una piel que ya no se cierra. Y aunque esta inmovilidad debería agobiarme, siento que me ofrece algo parecido a una tregua. Escribir se ha convertido en una forma de drenar lo que no puede salir con bisturí ni jeringa.

Hoy es sábado. No me han vuelto a drenar desde el lunes. No sé si eso es señal de mejora o simplemente un descanso antes del próximo rebrote. Pero por ahora celebro el silencio del cuerpo, esta pequeña pausa, este respiro que me permite observarlo todo sin tanto ruido.

He pensado en dejar de culparme. No por haberme operado. No por haber amado. Sino por haberme exigido tanto. Esta herida, como tantas otras, no se cierra porque debajo guarda una historia no dicha. Una forma de no quererme que viene de mucho antes. De un niño que creció escuchando más críticas que caricias. De un joven que se acostumbró a usar el cuerpo como escudo y como arma. De un hombre que está aprendiendo, por fin, que hay heridas que no deben esconderse.

El cuerpo habla. A veces con sangre. A veces con agua. A veces con palabras. Hoy, dejo que diga lo que tenga que decir. Ya habrá tiempo para callar.

 

Comentarios

Entradas populares