La tablita de quesos
El 31 de diciembre del 2024 no hubo fuegos artificiales para mí. Hubo algo mejor: ternura, una tablita de quesos y él.
Llegó a casa con una bolsa en la
mano y una certeza en el pecho: que incluso cuando todo se tambalea, todavía se
puede ofrecer belleza. Lo habían despedido. Lo sabía desde hacía días, pero no
me lo dijo. No quiso que la tristeza del final le robara brillo a esa noche
que, para nosotros, debía ser un umbral y no una pérdida.
Le había presentado a mi madre
semanas atrás, como quien entrega algo frágil y valioso. Ella ya lo conocía de
mis errores, de mis confesiones, de mis silencios. Pero ese día lo veía de
frente, con los ojos abiertos, y lo adoró. Porque nadie puede evitarlo. Él
tiene esa luz discreta que se instala en el corazón de los otros sin pedir
permiso.
Aquella noche no fuimos muchos:
mi mamá, dos amigos con su bebé, él y yo. Pero bastamos.
Mandó a hacer una tablita de quesos. No era gran cosa, y al mismo tiempo lo era
todo: quesitos, pancitos, aceitunas. Un altar sencillo sobre la mesa, una
ofrenda hecha con amor y gallardía. Su manera de decir: “Aquí estoy. Aunque no
tenga certezas, tengo amor para esta mesa.”
En la cocina, junto al lavabos, nos tomamos una foto, la primera
que le envió a su mamá. Esa fue una de las tres que después imprimió y colocó en el
portarretratos de la veladora, la que ahora está al lado de mi cama. Su forma sutil
de dejar encendida una llama, aun
sabiendo que puede apagarse.
A la medianoche solo quedábamos
tres: mi mamá, él y yo. Nos dimos el abrazo más sincero que alguna vez sentí, de esos que no quieren soltarse porque ya intuyen lo que vendrá.
Luego bajamos a quemar los años viejos, la tradición ecuatoriana de fin de año (y
más dolorosa del resto de festividades) que arde con alivio y con desgarro.
Mientras observaba cómo el muñeco de trapo con la cara del 2024 se consumía,
sentí que algo mío también se quemaba en ese poco de papel y trapos. Pero no
dolía. Aún no.
Dormimos en el sofá cama. Mi apartamento, con una sola habitación, no nos
daba para más. Yo decía que no importaba, que lo esencial era estar juntos,
pero en el fondo sabía que él se sentía incómodo. No por la goma espuma delgada
del sofá o el frío de la sala, sino por la falta de un lugar propio donde el
amor pudiera desplegarse sin límites.
Una de esas noches incómodas, lo
noté ausente a mi lado. Se había llevado mi teléfono al baño. Conocía mi
contraseña. El silencio era otro: buscaba algo, alguna señal que confirmara su
miedo de no ser suficiente. Lo negó, con la voz temblorosa, pero al amanecer ya
no pudo sostenerlo. Yo no me rompí, no me enojé, no lo juzgué. Lo amé igual, más,
incluso. Porque entendí que su desconfianza no era contra mí, sino contra el
mundo que antes le falló. Y esa mañana supe, con certeza, que yo no quería ser
parte de ese daño.
La tablita de quesos me quebró en
dos. Porque fue su forma de quedarse, de resistir, de decirme —sin palabras—
que la belleza también podía ser eso: una bandejita con aceitunas y amor
contenido. Un gesto sencillo con el peso exacto de una promesa.
Esa noche comprendí que había apostado por nosotros. A pesar del desempleo, del miedo, del futuro incierto, él eligió quedarse. Y nos quedamos, a vivir como se pudiera, a como viniera.
Enero nos esperaba con un vértigo
insostenible: una convivencia nueva, intensa, extrema. Con la ilusión de
que aquel apartamento —su sofá cama, su ventana al oeste, su único cuarto—
fuera suficiente. Al menos por un tiempo.
Hoy, extraño con rabia y con
ternura ese tramo entre enero y junio del 2025. No por lo que pasó después,
sino por lo que fuimos entonces. Por cómo nos mirábamos con hambre de futuro y
miedo de fallarnos. Por cada noche que dormimos abrazados en la incomodidad, y,
aun así, el sueño nos alcanzaba.
Porque a veces el amor tiene
forma de tablita de quesos.
Y de promesa silenciosa. Y de
despedida que todavía no sabíamos que era despedida.
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