La Ruta

El jueves, a las tres de la madrugada, salí hacia el Tena. Umbral verde de la Amazonía ecuatoriana. Cinco horas de carretera desde Quito si la montaña lo permite, si los derrumbes no bloquean el paso con sus piedras inmensas, como heridas abiertas en medio del asfalto.

La montaña no avisa. Abre o cierra cuando quiere y nos obliga a esperar, como el dolor que se demora en soltar la presa.

Viajaba con pocas horas de sueño y con una ansiedad que no conocía descanso. Cada curva parecía multiplicar la distancia. Cada sombra alargaba la espera.

Ese jueves era su cumpleaños. Días antes había encargado un ramo: rosas rojas, cuatro tulipanes blancos. La complicidad de su roommie lo haría llegar a sus manos. Casi al mediodía, cuando entraba al Tena, llegó el correo de confirmación de entrega. Y, casi al mismo tiempo, su mensaje: Me encantaron.

Respondí con un escueto: Que tengas un lindo cumpleaños. La tarjeta no decía mi nombre. Sólo la forma en que lo tenía guardado en mi WhatsApp. Suficiente para que supiera que se trataba de mí.

No había desayunado, pero tampoco tenía hambre. Era la una de la tarde cuando decidí hacer la única comida de aquel día interminable: un ayuno emocional, un gesto que olía a soledad antigua, a señora divorciada rodeada de gatos enfermos. Después publiqué un reel con Espero, un poema que había escrito la víspera. No era mi versión del poema de Denise Levertov: era mío, llevaba mi sangre. Hablaba de la incertidumbre y de la certeza de lo que no será.

Él lo vio y no reaccionó. Esa ausencia era la respuesta, la que yo ya conocía. Las flores y el poema estaban destinados a eso: a no recibir respuesta. Eran un gesto anticipado a la ruptura, un plan trazado antes de su partida, sobre todo las flores. Una fidelidad a mi promesa: silencio, distancia, autocontrol.

No sabía si ese día estaría en Santiago. Un mes antes de irse me dijo que le habría gustado pasar su cumpleaños cerca del mar, que al norte de Chile había un balneario que le atraía. Ignoro qué ocurrió con ese plan, pero dos días antes hubo alerta de tsunami: la tierra se movió en Rusia y el Pacífico quedó en vigilancia. Había un tsunami real moviendo al mundo, no sólo a mí. Lo cierto es que estuvo.

Aquel pueblo, empeñado en ser ciudad en medio de un bosque mohoso, terminó de mellar mi cuerpo: era mi torbellino interno contra el cansancio de la espalda, de los ojos, de los pasos por dar. No soporté quedarme más de dieciséis horas. Quizás porque ese pueblo húmedo me recordaba demasiado mi propio estado.

A las tres y media de la madrugada del viernes tomé el puerta a puerta de regreso, un taxi improvisado que se mueve de provincia a provincia. Me recibió un chofer costeño, locuaz, que comenzó a hablar sin freno apenas me monté. No tenía ánimo para sostener conversaciones. Me puse los audífonos, como quien cierra una ventana. El costeño encontró pronto otro receptor: el pasajero que viajaba desde otro pueblo a no más de siete minutos del Tena. Se hicieron cómplices de historias y risas. Yo me salvé.

Mientras ellos conversaban, yo miraba por la ventana. La selva cedía paso a la sierra. El camino se encogía entre abismos y piedras. Y, sobre todo, estaba el cielo.

En Quito, las estrellas casi nunca aparecen: la noche está cubierta por nubes eternas, una flema crónica que ahoga la luz. Esa madrugada, el cielo era un abismo negro repleto de ellas. Era el cielo de la selva. Las miré con mis lentes puestos. No quería que la miopía multiplicara los destellos. No quería dos lunas. No esta vez.

El tránsito del dolor se parece a la vía hacia el Tena: derrumbes, polvo caliente que obliga a cerrar las ventanas, piedras que no parecen moverse jamás. Ese polvo se pega a la piel, se mete en la boca. Deja costras ásperas y crueles, como el duelo.

Dos noches con apenas tres horas de sueño. La espalda rendida, los ojos como dos hamacas viejas colgando en la selva que dejaba atrás.

Al Tena fui a dar una charla sobre la monotonía corporal. Sobre cómo el cuerpo se lesiona cuando permanece inmóvil. Mentía sin querer: mi alma estaba estática, negándose a moverse. Respiraba, pero no vivía.

En mis audífonos sonaba Beautiful People de Marilyn Manson cuando comenzó a amanecer. Esperaba que la noche se hiciera más oscura antes de que llegara la luz, pero la claridad irrumpió de golpe y arrasó con las estrellas.

Bajo las montañas, una bruma espesa seguía dormida. Apenas se divisaban las primeras luces de la gente despertando para la faena.

La ruta es así: un tránsito lento, sin atajos, con pausas que nadie puede evitar. A veces, en medio del camino, sólo queda aprender a descansar dentro de la espera. Con piedras que quizás un día el tiempo se atreva a mover.

 


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